Hace unos días se ha publicado que Pamplona tiene más de 45.000 personas mayores de 65 años, y casi 15.000 mayores de 80 años. Tal como se avisa desde hace tiempo, esta realidad socio-demográfica implica grandes cambios a medio plazo en el modelo de ciudad, ya que se deben mejorar los servicios y prestaciones que se ofrecen a los mayores.
Junto a las cuestiones de índole sanitaria, asistenciales y de vivienda, uno de los principales problemas a los que nos enfrentamos ante esta nueva situación es el de la soledad. Solo en España hay más de dos millones de personas mayores de 65 años que viven solas. En diversos foros especializados se llama la atención sobre la necesidad de buscar vías para resolver o, al menos, paliar las peores consecuencias de esta realidad.
Por ejemplo, se ha constatado que los varones tienen una mayor tendencia al aislamiento que las mujeres, por la dificultad de tejer redes sociales estables y duraderas. En ese sentido, se aboga por trabajar en mayor medida con este colectivo para evitar que pierdan el contacto con los demás, sobre todo si su aislamiento no es deseado.
Los expertos consideran que en la acción contra la soledad deben intervenir conjuntamente las administraciones públicas, los profesionales y los propios ciudadanos, quienes deben ser conscientes de que a ellos también les puede afectar el aislamiento cuando lleguen a la vejez.
La implicación de los individuos más jóvenes es fundamental para extender la concienciación de todo el colectivo social y frenar la extensión de la soledad.
Por otra parte, se ha comprobado que dicha soledad tiene una mayor incidencia en la salud de los mayores. Por ejemplo, afecta negativamente al sueño, a la tensión arterial y al funcionamiento del sistema cardiovascular, y puede influir en el desarrollo de demencias o del propio Alzheimer.
Debido al aumento de la esperanza de vida, la soledad se experimenta a edades más longevas, lo que dificulta la adopción de medidas si no han previsto con antelación. De repente, las personas pierden a sus seres queridos y se quedan en situación de precariedad vital. Con ello, se incrementa la fragilidad de los individuos y se favorece la aparición de emociones negativas e incluso la pérdida del sentido de la vida.
Está en manos de todos buscar las vías para revertir esta tendencia imparable.